sábado, 1 de septiembre de 2012

VI



“¿Qué ocurrió?”, hubiera deseado preguntar, pero era una situación un tanto incómoda y suponía que la respuesta sería demasiado... trágica. Seguramente no la hubiera ofendido ni nada por el estilo, mas no quise arriesgarme.
- Chère...
- No tiene por qué contarme nada si no quiere- olvidé tutearla de nuevo, pero no pareció percatarse.
- Venga, te acompañaré a la que será tu habitación.
- ¿Piensa acogerme de verdad en su morada?
- Mon Dieu! Qu’est-ce que je t’ai dit avant?Tutoie-moi. Ha, ha!
- Perdón... siempre se me olvida- la típica  sonrisa de haber olvidado algo de poco valor aparente emergió de mi boca mientras mi vista se deslizaba veloz hacia el suelo.
Me mordí el labio inferior y volví a mirarla a los ojos. Sonrió ampliamente y salió por la puerta. No tuve más remedio que seguirla, no era de mi agrado permanecer en la habitación de una mujer sin que ésta estuviera a mi lado, y mucho menos con el retrato de dos difuntos que miraban felizmente e incomodaban sin querer a una recién llegada.
Entramos en la estancia de enfrente. Olía a rosas. La disposición de los muebles era la misma que la del dormitorio de la mujer, pero de forma  inversa. La ventana daba también al bosque. La verdad es que el piso de arriba de la casa daba la impresión de ser muy cuadriculado, pero no importaba, ya que seguía siendo igual de acogedor.
No obstante, me embargó una extraña sensación. Noté algo imperceptible en aquel entorno cerrado. La habitación, aparentemente, no tenía nada más que una cama de sábanas blancas, una mesita sin nada encima, un voluminoso armario lleno de vestidos de la época que, casualmente, eran de mi talla y un jarrón lleno de húmedas rosas en la esquina inferior derecha, la de al lado de la puerta.
Fue algo mágico que jamás olvidaré. Como si la habitación me lo dijese y me invitase a verlo con mis propios ojos.
Con expresión de asombro anduve hacia delante y, con la boca abierta y los ojos como platos, abrí el armario de madrea sin pensármelo dos veces, sin pedir permiso alguno a la madre de la antigua ocupante de la habitación. Me topé con los preciosos vestidos de vivos colores que algún día heredaría y, detrás de estos abultados trajes que terminaría vistiendo, después de apartarlos delicadamente hacia los lados con mis finas manos, lo vi.
Allí estaba yo, de nuevo, después de tanto tiempo. Parecía imposible, pero era real. ¿Acaso erraban mis fuentes y creencias? ¿Resultaría ser incierto? Eso parecía.
Pesaba demasiado para levantarlo a la primera, así que lo deslicé poco a poco hacia mí. Restalló un poco al rozar con la madera, pero ambos materiales eran muy resistentes como para haberse estropeado. Tras esto, pude alzarlo despacio a unos exiguos milímetros de la madera del armario y con mucho esfuerzo. “¡Puf!” Lo apoyé, dando un fuerte estrépito, de forma provisional en la pared; hasta que no encontrara el sitio idóneo, lo dejaría a la derecha del armario.
- Ya está- estaba plenamente satisfecha de mi ahínco.
Me quedé enfrente del objeto en cuestión y lo observé con una amplia sonrisa. ¡Cuánto tiempo sin ver uno! Pase las mangas de mi vestido sobre el frágil y empolvado cristal. “Perfecto”, me dije a mí misma. De esta manera, mi pálido rostro quedaba plasmado con claridad en aquella superficie reflectante. Sonreí como nunca.
Ya ni me acordaba de cómo me percibían físicamente los demás, y ahora reparaba, abstraída por la belleza que de aquella lámina surgía, mi casi olvidada fisonomía. Era tan hermosa... Llegó a mi memoria el recuerdo de aquella ocasión en la que mi madre me aconsejó no ser tan presuntuosa; “Una señorita no presume”, “¡Pero yo aún no soy una señorita!”, entonces sus carcajadas me hacían la niña más feliz del mundo. Años más tarde entendí que no debía ir por ahí presumiendo, no era correcto.
Pero ahora no había nadie escuchando, nadie que pudiera juzgarme, y hacía mucho tiempo que no me miraba en un espejo... Ciertamente me agradaba mi imagen. Me parecía sensacional, sencillamente sensacional.
Era el reflejo de una buena juventud.
La mujer en cambio, bueno, más bien su reflejo, era el de una avanzada edad prematura y solitaria... Su reflejo... Aquel anciano reflejo era...
- ¡¿Eh?!- me alteré de una manera inverosímil por un hecho del que jamás hubiera creído posible alterarme-. Su reflejo...
Hablé en voz muy baja para que ella no me escuchara. No quería que se diera cuenta de que yo me había percatado de su secreto. ¡Pero qué estúpida era! Simplemente bastaba con que utilizara mis pensamientos para murmurar en silencio, pero en aquel momento no razoné bien.
 Comencé a alterarme de forma inusual. Era como si me bombeara la sangre a mil por hora, cosa claramente imposible. “No puede estar pasando...” Era improbable, después de comprobarlo con mis propios ojos, que eso ocurriese. “Creo que me estoy volviendo loca.” En aquel momento recuerdo que creí deducir por qué la anciana me había acogido, y recuerdo también el miedo irracional que me entró de repente. “¡No! ¡Basta!”, grité para mis adentros, “Todo esto debe tener una explicación lógica.” Pero mis ojos no me habían engañado nunca, y no iban a empezar a hacerlo justo en ese instante.
La mujer no estaba reflejada. ¿Era eso posible?

miércoles, 29 de agosto de 2012

V


Silencio de nuevo. Un mutismo agitado. Un sosiego demasiado largo. Una tranquilidad un tanto inquieta. Una paz triste y melancólica.
- Qui ne risque rien, n’a rien- dijo de pronto y sin alzar la vista del suelo al que miraba desde que acalló mi discurso-. Et j'ai besoin d'avoir quelque chose.
En ese instante volvió a mirarme fijamente. Se cruzaron nuestros ojos, nuestras miradas. Los suyos castaños con los míos pardos. Quizá fuera cierto lo que decía, quizá necesitara alguna cosa, algo que la hiciera feliz. Y quizá yo también lo necesitara, quizá la necesitara a ella.
- Ven- fue la primera vez que nos tuteamos; se arrastró por mi cuerpo una sensación extraña, como un escalofrío-, te mostraré algo.
Erguida, tendió su mano hacia la mía y yo se la cogí. Me ayudó a aupar mi cuerpo y fuimos juntas hacia las escaleras que había en el fondo de la habitación, dejando atrás los dulces que aún no había tenido el placer de degustar a causa del inesperado percance con el té. Subimos poco a poco los raídos peldaños, con miedo, al menos yo, de que se rompieran; salimos de la estancia al piso superior.
Se trataba, seguramente, del dormitorio de la mujer. Era una habitación un tanto desolada, sin mucho abalorio y demasiado espacio libre. Una cama, un armario y una mesita de madera. Roble, chopo, pino, encina... no lo sabría decir con certeza, mas era una madera buena y resistente. La cama se apoyaba en el fondo de la habitación mirándola desde nuestra posición, y la mesita yacía a su lado derecho, también desde nuestra situación. El armario, en cambio, se ubicaba más cerca de las escaleras, en la pared de la derecha de la habitación, casi enfrente de la puerta de entrada y salida al dormitorio y al lado de la ventana que daba, como la mayoría de las ventanas de la casa de la mujer, al casi desértico bosque.
- ¡Adelante! ¡No te quedes ahí parada, chiquilla!- ¿”chiquilla”?-. ¡Pasa!
Me dio un pequeño empujón con su mano diestra sobre mi espalda y me obligó amablemente a pasar. Olía de forma realmente exquisita, la verdad... Nunca olvidaré ese olor. Era una mezcla de pino, proveniente del bosque, y flores; unas flores que no sabría distinguir por mi escaso entendimiento de éstas. Además, era una habitación cálida y llena de amor.
Di unos pasos hacia delante y me fijé en el retrato que había colgado sobre el lecho de la anciana. Se trataba de una familia verdaderamente feliz, todos con una amplia sonrisa. La pareja, con ojos de enamorados y sonrisa dulce, se hallaba a los lados del lienzo, abrazando ambos a la pequeña muchacha que se encontraba, con sonrisa juguetona, en el centro del cuadro. Una familia feliz, sí, verdaderamente feliz.
- Veo que te has fijado en mi más preciado tesoro- di un pequeño respingo; de tanto mirar el cuadro había dejado de pensar en mi alrededor y había estado a punto de creer que me encontraba sola-. Mi más preciado tesoro...
 Un tesoro enmarcado en la madera que parece ser estaba de moda en aquellos tiempos, un bien preciado capaz de sacar una melancólica sonrisa a una mujer a la que le saltaban las lágrimas cada noche, antes de dormir, cuando lo observaba.
- ¿Puedo preguntar de quiénes se tratan...?- dije tímidamente en un tono dubitativo un tanto infantil; quizá siguiera siendo una “chiquilla”.
- Claro que puedes, ¿cómo no? Ja, ja, ja.- Esa era la risotada que me hacía ver que no ocurría nada, la que me aliviaba en mi pueril pusilanimidad-. Habrás deducido tú solita que la mujer sonriente, la que está a la derecha, soy yo.
- Sí, se le parece bastante...
- Por favor, tutéame.
- Oh, perdone... ¡Perdón! Ambas tenéis las mismas facciones- la mujer tenía razón, se parecían; tenían los mismos ojos y los mismos labios... ¡y la misma cara! ¿De verdad no me había dado cuenta aún?-, y la misma sonrisa.
- Sí... sólo que ahí era bastante más joven, claro está.
Un triste suspiro de devoción por el pasado recorrió la estancia y nos envolvió cálida a la vez que fríamente.
- El hombre de pelo castaño y barba y cejas pobladas que me acompaña, como habrás podido deducir también, se trata de mi marido.
Aquel era su rostro. El color de los ojos no se apreciaba con claridad, mas se le veían sinceros. Vestía como un verdadero campesino lleno de fino polvo. Tal vez fuera labrador o de algún oficio semejante.
- Y la pequeña señorita... vuestra  hija.
- Así es... El vestido que lleva puesto se lo hice yo misma, con mis propias manos, con la lana del pueblo. Un traje hecho a medida para mi princesa de piel y rizos dorados, el angelito de ojos verdes de la familia, mi debilidad y la de mi esposo- se derrumbaba poco a poco ante mí y yo no podía hacer nada por evitarlo-. Pero las desgracias ocurren, sin saber por qué, y todo se oscurece de pronto y sin aparente motivo.

sábado, 16 de junio de 2012

IV


Repartió ágilmente el té en dos tazas blancas y relucientes. Me entregó una de las tazas y la otra se la quedó ella. El humo ascendía sin parar y la cerámica quemaba un poco. Me era tan difícil no ponerme nerviosa ante la sonrisa de sus ojos... Estaba feliz. Por fin tenía compañía, había alguien en su vida. Me exhortó con cálida palabrería a probar la infusión mientras elle-même, como decía, daba un pequeño sorbo al té. Un sorbo corto, apenas ruidoso, lo suficientemente grande como para catar el sabroso líquido y percatarse de cómo estaba.
Recuerdo que la última vez que me tomé una infusión, con unos diez años de edad, comencé a toser y me puse más mala de lo que estaba, empecé a sudar más de la cuenta y aumentaron los picores de mi cuerpo. ¿Sería alergia? Fuera lo que fuese, fue peor el remedio que la enfermedad. Recuerdo que hacía mucho frío en aquella casita del norte, sobre todo en invierno; pero era feliz con mi familia y amigos, no necesitaba nada más, siquiera las excesivas comodidades que obtuvo la señorita en la que me convertí años más tarde.
Tranquila, serena, respirando con profundidad, me dispuse tímida y temblorosamente a hacer lo mismo que la expectante mujer. Inspiré de nuevo y, al espirar, acerqué decidida, fuerte e incluso bruscamente la taza a mis carnosos labios color carmín e inicié el sorbo que dictaminaría si esa vez tendría alergia o simplemente fue cosa de la edad, la época y el físico que poseía. Sin embargo, la anciana, que miraba cada vez más azorada, me frenó los pies.
- ¡Espere!- lanzó tal grito que me hizo tirar el recipiente al suelo; una lástima, teniendo en cuenta que, como todo, parecía estar hecho a mano-. Oh... No quería... No pretendía ser tan grosera ni asustarla... Verá... Quema demasiado para un paladar delicado como parece serlo el suyo- ahora parecía estar ella cohibida.
- No... Tranquila...
- No, de verdad... Lo siento mucho- regresó la sonrisa ancha a su dulce boca remojada en té-. No conocía esta fuerza mía. Ja, ja, ja. Voy a limpiarlo.
Salió de la habitación y entró en otra. Quizá fue a la que yo aún no conocía, o tal vez hubiera también utensilios de limpieza en el cuartito usado como despensa. Yo me quedé sentada en el anaranjado sofá pensando en lo que había pasado. ¿Tanto ardía el té? Ya había visto su expresión al absorber la infusión. Había pasado de una feliz imagen en su rostro a una de picor, una imagen agria; pero seguidamente había vuelto a la primera, a su rostro particular, aquél tal extrañamente alegre admirando a una completa desconocida.
Volvió a entrar la mujer con un trapo mojado y otro seco. Se agacho, guardando el seco en su bolsillo, y limpió el bañado suelo hasta que éste recupero su aspecto inicial. Después, con el otro trapo, lo secó con ímpetu hasta dejarlo totalmente enjugado. Entretanto, yo me decía a mí misma que ese día no habría forma de probar el té de nuevo. La anciana se alzó con un poco de dificultad a causa de la edad y, sin decir palabra, cogió el té y se lo llevó a la cocina.
- Ja, ja- se carcajeó al entrar otra vez por la puerta-. Lo siento de veras. Fue más bien un acto reflejo. No parece estar usted habituada a ingerir bebidas ardiendo... ni tampoco demasiado frías, claro está.
- No importa, lo comprendo- dije amablemente-. Y tiene usted razón.
Hubo un corto silencio en el que ambas nos miramos a los ojos como creo que ya habíamos hecho antes y nos abríamos con sinceridad sin decir palabra alguna ni comprender. Era todo muy extraño y yo deseaba preguntárselo.
- Por cierto...
- Ouai?- interpeló de forma rápida antes de que yo continuara.
- Hmm...- dudé un instante, no sabía cómo cuestionárselo exactamente, cómo hacer para no parecer brusca y para que me entendiera a la primera; cosa que pareció imposible-. ¿Por qué?- solté sin pensar fijando la vista en sus ojos castaños.
- ¿Cómo que por qué? –reaccionó dudosa la anciana y sin comprender a qué me refería yo con esa pregunta tan escueta y extraña en esos momentos.
- ¿Por qué...?- estaba hecha un lío, un lío incapaz de deshacerse-. ¿Por qué se toma tantas molestias conmigo? Sólo soy una desconocida para usted.
- En eso tiene usted razón...
- Entonces, ¿por qué me ha dejado pasar a su hogar? ¿Por qué ha decidido fiarse de mí? ¿Por qué no me intenta ahuyentar con la mirada como han hecho todos sus vecinos? ¡Sólo soy una pobre forastera que viene quién sabe de dónde y quién sabe para qué!- alcé mi cuerpo para posarme enfrente de la sonriente y fascinada anciana que se encontraba, ahora y después de limpiar bien el suelo de madera, sentada en el sillón que ya había deducido nada más entrar en el salón que sería suyo-. ¡No lo entiendo!- asomaba paulatinamente mi temido sobresalto-. ¡Es algo incomprensible...!- dejé caer mi delgado cuerpo en el canapé-. Me es imposible comprenderla. Lo siento.

sábado, 9 de junio de 2012

III


El suelo se hallaba impecable, al igual que las paredes. Tal vez ya había terminado la agotadora faena de asear su hogar, pero opté por ofrecerle mi ayuda de forma amable y cortés, para ganarme la agradecida confianza de la anciana.
- ¿Necesita usted ayuda?
- Oh, no, no es menester- respondió sin disimular una ingente carcajada que surgió de su pequeña boca-. Es mi invitada y no voy a ponerla a trabajar nada más llegar. Ya veremos mañana qué hago con usted.
Su pícara sonrisa y la complicidad de su mirada, así como aquel guiño que me lanzó sin pensárselo dos veces, desbarajustaron mi mente aún más de lo que estaba. ¿Su invitada? Quizá, en parte, sí lo fuera; mas aquella mujer no me había llamado previamente para proporcionarme una cama medianamente cómoda y algún tipo de nutriente más o menos comestible, sino que yo había decidido acercarme a su humilde morada y había entrado. “Ya veremos mañana...”. Siquiera entendía aquellas sutiles palabras. Y tampoco entendía cómo era capaz de tratarme como si nos conociéramos de toda una vida.
- ¿Le apetece tomar algo?- ofreció con una amplia sonrisa a la vez que cerraba la puerta de la despensa-. Tengo té, zumo de naranjas preparado par moi-même, un poco de agua- la anciana sonrisa de sus vetustos labios se tornó un tanto sugerente-, vino tinto, tal vez...
- Oh, no...
- Ô oui!- dijo de forma insistente cual niño que pide a sus mayores un poco de atención en sus juegos-. Y también tengo pastas, ¡y fruta!- cada vez se la veía más animada, bulliciosa-. Y por supuesto tengo chocolate... ¡Todo el mundo adora el chocolate! Moi, par exemple, j’aime le chocolat.
- Oh, no, yo no...
- Parfait- me di cuenta entonces de aquel pequeño detalle: utilizaba un acento francés bastante difícil ya de quitar y pronunciaba diferentes vocablos en dicho idioma-, traeré una poco de chocolate. Oh, pero por favor, entre en la sala de estar. Venga. Es esta puerta de aquí- señaló la que había a la derecha del pasillo-. Póngase cómoda y no se quede de pie mientras yo voy a por algo de comer. ¡Debe estar usted hambrienta!
- De verdad, yo no... No quiero nada- dije de la forma más cordial que me permitió mi paciencia-. No me apetece tomar nada; sólo quiero descansar, echarme un rato, reposar mi fatigado cuerpo sobre un diván más o menos cómodo...
- S’il vous plaît, la faim est mauvaise conseillère. Seguramente lleva usted andando muchas horas, ¡es imposible que no tenga hambre! Quiere descansar, eso lo entiendo; pero descansará mejor con el estómago lleno.
Me sonrió y miró con firmeza pero de manera benevolente. Era una mujer difícil de convencer, así que desistí y decidí entrar en el salón para esperar el suculento banquete con el que pretendía obsequiarme quién sabe por qué.
La sala era bastante simple. Había un canapé anaranjado bastante cómodo y acogedor pegado a la pared de la derecha. Junto a éste había un sillón del mismo color que parecía más desgastado; seguramente la dueña de la casa lo utilizaba de manera habitual para sosegar su ajado cuerpo. Gobernaba en medio del salón una mesa cuadrada fabricada con la madera del mismo pino con el que había ido tropezando en mi viaje por el bosque y con un mantel blanco de puntilla hecho a mano hace ya siglos. Y en la pared izquierda, viéndose en línea recta desde el sofá, se situaban las escaleras de delicada y achacosa madera que conducían directamente y sin giros innecesarios a la parte de arriba, a los dormitorios que aún no había tenido el placer de conocer. Las paredes seguían siendo rugosas y continuaban estando desnudas, daban ganas de pintarlas y crear vida, una vida que quizá, tiempo atrás, hubo.
Entró aquella peculiar mujer, sonriente como antes y con una bandeja de arcilla llena de toda clase de dulces y un poco de té. Mi dieta hacía tiempo que se había vuelto un tanto estricta, demasiado, diría yo; por necesidad al principio y despaciosamente por placer. Una señorita debe saber cuidarse; cuidar su físico y su alma. Por ello decían que comía poco, pero yo me alimentaba y conservaba mi figura a la par que aplacaba mi escasa hambruna. En aquel momento no sabía cómo me las iba a apañar para esquivar aquel delicioso manjar de tan buen olor aunque demasiado penetrante; ya se me ocurriría algo que no decepcionase a mi nueva y sabia compañera de piso. Por suerte, parecía ser bastante abierta de mente y no parecía estar por la labor de juzgarme como hacían los demás.
- Une tasse?
Un incómodo silencio, al menos para mí, reinó en la habitación. Un silencio roto tan sólo por el viento que golpeaba la ventana que había enfrente de la puerta. Una ventana desde la que se apreciaba la infinitud del bosque de altos pinos sin advertirse su final. La anciana ampliaba más y más el divertido gesto de su rostro mientras esperaba paciente una respuesta.
- Naturellement- arbitré que era el momento de demostrar todo lo que había aprendido en las clases de francés con las que me había deleitado en mi anterior hogar.
- No esperaba menos de usted.
Nos sonreímos con complicidad y en ese momento entendí que no tenía nada que temer, que podía confiar en aquella completa desconocida.

sábado, 2 de junio de 2012

II


Emergió un profundo suspiro de mi interior, fijé la vista sobre el gredoso suelo por el que había caminado y desistí. Era inútil volver a llamar, nadie iba a contestar, el lugar parecía totalmente desolado. Mi esfuerzo fue en vano, pero al menos lo había intentado.
Ya estaba a punto de marchar colina abajo cuando escuché un ruido de dentro de la casa. Fue un seco y conciso fragor, como el sonido de un objeto al golpearse contra alguna especie de superficie sólida. Parecía que hubieran dejado algo caer.
Definitivamente, sí, había alguien en casa.
Supongo que puse un gesto extrañado y jubiloso a la vez, ya que había llegado a perder toda esperanza y creía que no habría nadie en la casa. No obstante, si no me habían contestado hasta ahora, quizá fuera mejor que diera media vuelta y partiera. No era mi intención molestar. Me dispuse de nuevo a bajar la pendiente, pero volví a escuchar un débil sonido proveniente del interior y frené. Esta vez no era el mismo lacónico estruendo que había percibido antes, sino más bien una ajada voz pronunciando una breve oración que no logré entender.
Me hallaba confusa delante de la puerta entreabierta, sin saber cómo actuar. ¿Debía entrar o era mejor esperar? Mi cabeza daba vueltas y mis pensamientos no cesaban su aleteo. Finalmente me digné dar el primer paso y entré por mi cuenta. Antes, eso sí, respiré hondo y recé, inconscientemente, para que aquella silenciosa oración que no había alcanzado a escuchar hubiese sido una invitación.
Crujió la vetusta madera a mis pies y palpé la rugosidad de las blancas y despejadas paredes. El reducido y estrecho pasadizo me condujo directamente hasta el fondo, pasando por delante de dos puertas cerradas a cal y canto, una a cada lado. Llegando al final del pasillo, empujé la entornada puerta de madera y me asomé a la pequeña pieza que coronaba el corredor. Había en el suelo un recipiente abierto y, por suerte, vacío. Las paredes estaban llenas de estantes hechos a mano que sostenían diversos alimentos de diferentes aromas, texturas y, posiblemente, sabores; no tenía intención de paladear nutriente alguno, pero he de admitir que más de uno tenía bastante buena pinta.
Con una dulce y distraída sonrisa sobre mis labios, fui a girarme para buscar al dueño de la morada y acabé sobresaltándome melodramáticamente al toparme con éste o, más bien, con ésta. Me encontré con una anciana y solitaria mujer que me miraba fija y alegremente a los ojos. Era de estatura baja y muy delgada, tanto que incluso llegaban a marcársele los huesos de esos hombros caídos a través de la prenda que cubría su delicado cuerpo. Vestía un sencillo vestido grisáceo de lana tejido, seguramente, con sus propias manos o con las de alguna de sus antepasadas. Tenía los canosos cabellos recogidos mediante un complejo moño. No alcanzaba a ver su calzado por culpa de la longitud de su ropaje, y sin embargo estaba casi segura de que eran unas simples alpargatas feas de piel de animal y suela de esparto, pero muy cómodas para la edad que debía de tener, la cual, por la cantidad de arrugas, debía ser de las más elevadas del pueblo.
La sinceridad de su sonrisa me hacía pensar que estaba a salvo, y a su vez me hacía compadecerla. Tan añeja y tan sola, sin nadie a su vera para protegerla... Me daba lástima, pero sobre todo rabia por no poder comunicarle mi compasión.
Me observaba sin pestañear y sin gesticular, sin pronunciar palabra; tan sólo lanzaba su severa pero amable mirada sobre la mía, tan desolada y pueril. Me intimidaba con el simple hecho de que no dijera absolutamente nada, como si esperara que yo empezara una distinguida conversación, expectante a mis labios, deseando a que empezasen a balbucear frases con un mínimo de significado.
- ¿Me permite el paso?- Sentenció, al fin, retóricamente, rompiendo el angustioso silencio que envolvía la minúscula y cerrada galería.
- Po-por supuesto. ¡Se encuentra usted en su hogar!- Tartamudeé tras un minuto de silencio e incomprensión sin llegar a encajar del todo cómo era capaz aquella mujer de hablar a una completa desconocida como si nada, como si fuese normal cruzársela por casa.
- Gracias- dijo amablemente-. ¿Se echa a un lado?
No había caído siquiera en la cuenta de que no había articulado un solo músculo para dejar de obstaculizar el movimiento de la mujer, seguía obstruyendo su paso y no ponía remedio alguno. Tenía que reaccionar sí o sí si no quería causar mala impresión a la dueña de la que podía ser mi próxima vivienda. Regresé de mis pensamientos, puse los pies en la tierra y me aparté a un lado. La anciana entró en la despensa y recogió el tarro del suelo, lo limpió con el trapo que guardaba en el bolsillo diestro de su delantal y lo colocó sobre el estante que contenía botes vacíos y listos para rellenar. Me vino el olor a limpio que envolvía la pequeña cabaña de dos pisos. Sin duda, la mujer se encontraba en plena fase de limpieza.
Volví a sonreír de forma inconsciente, presentía una buena estancia con aquella encantadora dama.

sábado, 26 de mayo de 2012

I


Corría el año 1503. Yo era nueva en la ciudad, acababa de marchar, como hicieron todos, de mi antigua villa y no sabía dónde alojarme.
Llegué andando a través de un camino perfumado por una dulzona y refrescante fragancia hasta un lugar un tanto extraño en el que se respiraba un ambiente muy peculiar. Oteaba desde la lejanía un conjunto de elegantes moradas que rellenaban con delicadeza el tímido paisaje. Mas, al acercarme paulatinamente, observé que no era la ciudad que yo pensaba que sería, sino más bien un paisaje donde las casas pequeñas abundaban y se reunían todas juntas abrazando la plaza central. Se trataba de un acogedor hogar donde todos los vecinos se conocían y defendían mutuamente, como una gran familia.
Adelanté mi paso con precaución y me fijé en sus ojos. Todos, sin excepción, me miraban como una intrusa que pretendía apoderarse del poder del pueblo, como si fuese yo una especie de ser maligno que se alimentaba de tristes y solitarias almas.
Había, como bien pude apreciar momentos antes, una esférica plaza donde se reunían todos los pueblerinos en los días festivos. Ésta poseía una pequeña pero compleja fuente en el centro en la que parecía haber una estatua de algún ser mitológico, tal vez un antiguo dios de la época clásica, que sujetaba con su mano diestra un tridente ya oxidado. Alrededor de dicha fontana había unos bancos de piedra no muy cómodos por su ajado aspecto pero capaces de aliviar la fatiga un día cualquiera en el que el sol hubiera decidido trabajar con fuerza. Había una iglesia románica construida en piedra unos pocos siglos atrás. En ésta se apreciaba el arco de medio punto de la entrada principal y la cubierta abovedada que envolvía toda la parte superior. Nunca supe cómo era por dentro porque nunca se me pasó por la cabeza entrar, nunca he tenido excesivo interés en los temas religiosos, pero seguramente estuviera repleta de arcos de medio punto, como el del pórtico, y hubiera alguna que otra columna de orden corintio. Un pequeño ayuntamiento un poco más actualizado se hallaba al lado del lugar de oración. Casas de paredes en un principio blancas pero grisáceas por el paso del tiempo, calles enarenadas y llenas de polvo y un pequeño arroyo completaban la visión del pueblo; precioso de no ser porque odio tener que ensuciarme a causa de la polvareda y, además, me da miedo el agua.
Proseguí mi sosegado camino reparando en las puertas de madera que se cerraban a mi alrededor y sintiendo la desconfianza de sus miradas posadas sobre mi cabeza. Murmuraban entre ellos quién podía ser, pero no se atrevían a preguntar.
La aprensión, sin lugar a dudas, reinaba en aquella época.
Entonces me percaté de que había también una pequeña casa en lo alto de una colina; justo en la colina de enfrente de la que yo acababa de bajar. Ésta, la pequeña casa, a pesar de estar apartada, pertenecía al sobrecogedor conjunto habitado de escamados pueblerinos y seguía a la perfección el canon pactado de los hogares de la villa.
Como no parecía que fueran a ofrecerme cama alguna por aquella zona, decidí subir la pequeña cuesta y probar suerte. Tal vez en aquella casa quisieran ayudarme en lugar de intentar ajusticiarme con maléficas e infames miradas.
Profundamente agotada, terminé de ascender y me paré a descansar unos agradables segundos para recuperar el aliento. Parecía mentira que pudiera llegar a postrarme, pero llevaba horas y horas deambulando sin cesar, demasiadas horas...
Recuperado el soplo vital, me aproximé a la puerta y llamé. Un total de siete pacientes veces hice sonar la madera, pero no obtuve respuesta en ninguna ocasión. Por respeto, no pretendía abrir la puerta sin serme otorgado el permiso necesario; pero a la octava ocasión en la que me disponía a tocar, la puerta pareció entreabrirse. Me quede perpleja unos instantes y finalmente fui capaz de moverme en mi parálisis. No estaba segura de si entrar o esperar a que alguien de dentro contestara y me invitara, como debía ocurrir para no sentirme yo misma una pérfida intrusa, a cruzar el umbral.
La casa no era muy grande, pero poseía dos pisos. En ese momento pensé que seguramente el de arriba contenía los dormitorios y el de abajo el salón y la cocina. Efectivamente, acerté; pero eso aún no lo sabía.
De momento sólo sabía, o creía saber, que, en el caso de haber alguien, éste no era muy hablador. Quizá el dueño fuera mudo; o sordo, y no me hubiera escuchado en ningún momento anterior.
Pero, ¿en qué demonios pensaba? Siquiera nadie era capaz de asegurarme que viviera alguien allí. Tal vez la casa estuviera inhabitada y yo estuviera haciendo el tonto. Llamé una última vez a la puerta para asegurarme de si había alguien o no. Me atreví incluso a lanzar un humilde “hola” al aire entonándolo cual pregunta mientras meditaba seriamente si dar el primer paso o no, mientras mis pies se balanceaban adelante y atrás cual columpio.
No contestó nadie.

sábado, 19 de mayo de 2012

Prólogo.

Han pasado tantos años desde aquella época... y todavía conservo la carta.
Tengo en mis manos aquel escrito que cambió de repente mi vida, mi fija e inflexible forma de pensar. Leo y releo aún en estos tiempos aquella epístola que hizo que yo empezara a vagar por el mundo, sin más compañía que la álgida soledad, con una nueva visión de él y todo lo que lo rodea. Mantengo cálido aquel simple papel que llegó a mis manos hace tantos años y que me dio un motivo por el que reflexionar, un rumbo que seguir, una persona por la que llorar.
Guardo recelosa sobre mi pecho, junto al presente que obtuve en aquel entonces, el correo que encontré una mañana de invierno en mi habitación, nada más despertar de lo que parecía un bonito sueño...