sábado, 9 de junio de 2012

III


El suelo se hallaba impecable, al igual que las paredes. Tal vez ya había terminado la agotadora faena de asear su hogar, pero opté por ofrecerle mi ayuda de forma amable y cortés, para ganarme la agradecida confianza de la anciana.
- ¿Necesita usted ayuda?
- Oh, no, no es menester- respondió sin disimular una ingente carcajada que surgió de su pequeña boca-. Es mi invitada y no voy a ponerla a trabajar nada más llegar. Ya veremos mañana qué hago con usted.
Su pícara sonrisa y la complicidad de su mirada, así como aquel guiño que me lanzó sin pensárselo dos veces, desbarajustaron mi mente aún más de lo que estaba. ¿Su invitada? Quizá, en parte, sí lo fuera; mas aquella mujer no me había llamado previamente para proporcionarme una cama medianamente cómoda y algún tipo de nutriente más o menos comestible, sino que yo había decidido acercarme a su humilde morada y había entrado. “Ya veremos mañana...”. Siquiera entendía aquellas sutiles palabras. Y tampoco entendía cómo era capaz de tratarme como si nos conociéramos de toda una vida.
- ¿Le apetece tomar algo?- ofreció con una amplia sonrisa a la vez que cerraba la puerta de la despensa-. Tengo té, zumo de naranjas preparado par moi-même, un poco de agua- la anciana sonrisa de sus vetustos labios se tornó un tanto sugerente-, vino tinto, tal vez...
- Oh, no...
- Ô oui!- dijo de forma insistente cual niño que pide a sus mayores un poco de atención en sus juegos-. Y también tengo pastas, ¡y fruta!- cada vez se la veía más animada, bulliciosa-. Y por supuesto tengo chocolate... ¡Todo el mundo adora el chocolate! Moi, par exemple, j’aime le chocolat.
- Oh, no, yo no...
- Parfait- me di cuenta entonces de aquel pequeño detalle: utilizaba un acento francés bastante difícil ya de quitar y pronunciaba diferentes vocablos en dicho idioma-, traeré una poco de chocolate. Oh, pero por favor, entre en la sala de estar. Venga. Es esta puerta de aquí- señaló la que había a la derecha del pasillo-. Póngase cómoda y no se quede de pie mientras yo voy a por algo de comer. ¡Debe estar usted hambrienta!
- De verdad, yo no... No quiero nada- dije de la forma más cordial que me permitió mi paciencia-. No me apetece tomar nada; sólo quiero descansar, echarme un rato, reposar mi fatigado cuerpo sobre un diván más o menos cómodo...
- S’il vous plaît, la faim est mauvaise conseillère. Seguramente lleva usted andando muchas horas, ¡es imposible que no tenga hambre! Quiere descansar, eso lo entiendo; pero descansará mejor con el estómago lleno.
Me sonrió y miró con firmeza pero de manera benevolente. Era una mujer difícil de convencer, así que desistí y decidí entrar en el salón para esperar el suculento banquete con el que pretendía obsequiarme quién sabe por qué.
La sala era bastante simple. Había un canapé anaranjado bastante cómodo y acogedor pegado a la pared de la derecha. Junto a éste había un sillón del mismo color que parecía más desgastado; seguramente la dueña de la casa lo utilizaba de manera habitual para sosegar su ajado cuerpo. Gobernaba en medio del salón una mesa cuadrada fabricada con la madera del mismo pino con el que había ido tropezando en mi viaje por el bosque y con un mantel blanco de puntilla hecho a mano hace ya siglos. Y en la pared izquierda, viéndose en línea recta desde el sofá, se situaban las escaleras de delicada y achacosa madera que conducían directamente y sin giros innecesarios a la parte de arriba, a los dormitorios que aún no había tenido el placer de conocer. Las paredes seguían siendo rugosas y continuaban estando desnudas, daban ganas de pintarlas y crear vida, una vida que quizá, tiempo atrás, hubo.
Entró aquella peculiar mujer, sonriente como antes y con una bandeja de arcilla llena de toda clase de dulces y un poco de té. Mi dieta hacía tiempo que se había vuelto un tanto estricta, demasiado, diría yo; por necesidad al principio y despaciosamente por placer. Una señorita debe saber cuidarse; cuidar su físico y su alma. Por ello decían que comía poco, pero yo me alimentaba y conservaba mi figura a la par que aplacaba mi escasa hambruna. En aquel momento no sabía cómo me las iba a apañar para esquivar aquel delicioso manjar de tan buen olor aunque demasiado penetrante; ya se me ocurriría algo que no decepcionase a mi nueva y sabia compañera de piso. Por suerte, parecía ser bastante abierta de mente y no parecía estar por la labor de juzgarme como hacían los demás.
- Une tasse?
Un incómodo silencio, al menos para mí, reinó en la habitación. Un silencio roto tan sólo por el viento que golpeaba la ventana que había enfrente de la puerta. Una ventana desde la que se apreciaba la infinitud del bosque de altos pinos sin advertirse su final. La anciana ampliaba más y más el divertido gesto de su rostro mientras esperaba paciente una respuesta.
- Naturellement- arbitré que era el momento de demostrar todo lo que había aprendido en las clases de francés con las que me había deleitado en mi anterior hogar.
- No esperaba menos de usted.
Nos sonreímos con complicidad y en ese momento entendí que no tenía nada que temer, que podía confiar en aquella completa desconocida.

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