Emergió un profundo suspiro de mi interior,
fijé la vista sobre el gredoso suelo por el que había caminado y desistí. Era
inútil volver a llamar, nadie iba a contestar, el lugar parecía totalmente
desolado. Mi esfuerzo fue en vano, pero al menos lo había intentado.
Ya estaba a punto de marchar colina abajo
cuando escuché un ruido de dentro de la casa. Fue un seco y conciso fragor, como
el sonido de un objeto al golpearse contra alguna especie de superficie sólida.
Parecía que hubieran dejado algo caer.
Definitivamente, sí, había alguien en casa.
Supongo que puse un gesto extrañado y
jubiloso a la vez, ya que había llegado a perder toda esperanza y creía que no
habría nadie en la casa. No obstante, si no me habían contestado hasta ahora,
quizá fuera mejor que diera media vuelta y partiera. No era mi intención
molestar. Me dispuse de nuevo a bajar la pendiente, pero volví a escuchar un débil
sonido proveniente del interior y frené. Esta vez no era el mismo lacónico
estruendo que había percibido antes, sino más bien una ajada voz pronunciando
una breve oración que no logré entender.
Me hallaba confusa delante de la puerta
entreabierta, sin saber cómo actuar. ¿Debía entrar o era mejor esperar? Mi cabeza daba vueltas
y mis pensamientos no cesaban su aleteo. Finalmente me digné dar el primer paso
y entré por mi cuenta. Antes, eso sí, respiré hondo y recé, inconscientemente,
para que aquella silenciosa oración que no había alcanzado a escuchar hubiese
sido una invitación.
Crujió la vetusta madera a mis pies y palpé
la rugosidad de las blancas y despejadas paredes. El reducido y estrecho
pasadizo me condujo directamente hasta el fondo, pasando por delante de dos
puertas cerradas a cal y canto, una a cada lado. Llegando al final del pasillo,
empujé la entornada puerta de madera y me asomé a la pequeña pieza que coronaba
el corredor. Había en el suelo un recipiente abierto y, por suerte, vacío. Las
paredes estaban llenas de estantes hechos a mano que sostenían diversos
alimentos de diferentes aromas, texturas y, posiblemente, sabores; no tenía
intención de paladear nutriente alguno, pero he de admitir que más de uno tenía
bastante buena pinta.
Con una dulce y distraída sonrisa sobre mis
labios, fui a girarme para buscar al dueño de la morada y acabé sobresaltándome
melodramáticamente al toparme con éste o, más bien, con ésta. Me encontré con
una anciana y solitaria mujer que me miraba fija y alegremente a los ojos. Era
de estatura baja y muy delgada, tanto que incluso llegaban a marcársele los
huesos de esos hombros caídos a través de la prenda que cubría su delicado
cuerpo. Vestía un sencillo vestido grisáceo de lana tejido, seguramente, con
sus propias manos o con las de alguna de sus antepasadas. Tenía los canosos cabellos
recogidos mediante un complejo moño. No alcanzaba a ver su calzado por culpa de
la longitud de su ropaje, y sin embargo estaba casi segura de que eran unas
simples alpargatas feas de piel de animal y suela de esparto, pero muy cómodas
para la edad que debía de tener, la cual, por la cantidad de arrugas, debía ser
de las más elevadas del pueblo.
La sinceridad de su sonrisa me hacía pensar
que estaba a salvo, y a su vez me hacía compadecerla. Tan añeja y tan sola, sin
nadie a su vera para protegerla... Me daba lástima, pero sobre todo rabia por
no poder comunicarle mi compasión.
Me observaba sin pestañear y sin
gesticular, sin pronunciar palabra; tan sólo lanzaba su severa pero amable mirada sobre la
mía, tan desolada y pueril. Me intimidaba con el simple hecho de que no dijera
absolutamente nada, como si esperara que yo empezara una distinguida
conversación, expectante a mis labios, deseando a que empezasen a balbucear
frases con un mínimo de significado.
- ¿Me permite el paso?- Sentenció, al fin,
retóricamente, rompiendo el angustioso silencio que envolvía la minúscula y
cerrada galería.
- Po-por supuesto. ¡Se encuentra usted en
su hogar!- Tartamudeé tras un minuto de silencio e incomprensión sin llegar a encajar del todo cómo era capaz aquella
mujer de hablar a una completa desconocida como si nada, como si fuese normal
cruzársela por casa.
- Gracias- dijo amablemente-. ¿Se echa a un
lado?
No había caído siquiera en la cuenta de que
no había articulado un solo músculo para dejar de obstaculizar el movimiento de
la mujer, seguía obstruyendo su paso y no ponía remedio alguno. Tenía que
reaccionar sí o sí si no quería causar mala impresión a la dueña de la que
podía ser mi próxima vivienda. Regresé de mis pensamientos, puse los pies en la
tierra y me aparté a un lado. La anciana entró en la despensa y recogió el
tarro del suelo, lo limpió con el trapo que guardaba en el bolsillo diestro de
su delantal y lo colocó sobre el estante que contenía botes vacíos y listos
para rellenar. Me vino el olor a limpio que envolvía la pequeña cabaña de dos
pisos. Sin duda, la mujer se encontraba en plena fase de limpieza.
Volví a sonreír de forma inconsciente,
presentía una buena estancia con aquella encantadora dama.
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