sábado, 2 de junio de 2012

II


Emergió un profundo suspiro de mi interior, fijé la vista sobre el gredoso suelo por el que había caminado y desistí. Era inútil volver a llamar, nadie iba a contestar, el lugar parecía totalmente desolado. Mi esfuerzo fue en vano, pero al menos lo había intentado.
Ya estaba a punto de marchar colina abajo cuando escuché un ruido de dentro de la casa. Fue un seco y conciso fragor, como el sonido de un objeto al golpearse contra alguna especie de superficie sólida. Parecía que hubieran dejado algo caer.
Definitivamente, sí, había alguien en casa.
Supongo que puse un gesto extrañado y jubiloso a la vez, ya que había llegado a perder toda esperanza y creía que no habría nadie en la casa. No obstante, si no me habían contestado hasta ahora, quizá fuera mejor que diera media vuelta y partiera. No era mi intención molestar. Me dispuse de nuevo a bajar la pendiente, pero volví a escuchar un débil sonido proveniente del interior y frené. Esta vez no era el mismo lacónico estruendo que había percibido antes, sino más bien una ajada voz pronunciando una breve oración que no logré entender.
Me hallaba confusa delante de la puerta entreabierta, sin saber cómo actuar. ¿Debía entrar o era mejor esperar? Mi cabeza daba vueltas y mis pensamientos no cesaban su aleteo. Finalmente me digné dar el primer paso y entré por mi cuenta. Antes, eso sí, respiré hondo y recé, inconscientemente, para que aquella silenciosa oración que no había alcanzado a escuchar hubiese sido una invitación.
Crujió la vetusta madera a mis pies y palpé la rugosidad de las blancas y despejadas paredes. El reducido y estrecho pasadizo me condujo directamente hasta el fondo, pasando por delante de dos puertas cerradas a cal y canto, una a cada lado. Llegando al final del pasillo, empujé la entornada puerta de madera y me asomé a la pequeña pieza que coronaba el corredor. Había en el suelo un recipiente abierto y, por suerte, vacío. Las paredes estaban llenas de estantes hechos a mano que sostenían diversos alimentos de diferentes aromas, texturas y, posiblemente, sabores; no tenía intención de paladear nutriente alguno, pero he de admitir que más de uno tenía bastante buena pinta.
Con una dulce y distraída sonrisa sobre mis labios, fui a girarme para buscar al dueño de la morada y acabé sobresaltándome melodramáticamente al toparme con éste o, más bien, con ésta. Me encontré con una anciana y solitaria mujer que me miraba fija y alegremente a los ojos. Era de estatura baja y muy delgada, tanto que incluso llegaban a marcársele los huesos de esos hombros caídos a través de la prenda que cubría su delicado cuerpo. Vestía un sencillo vestido grisáceo de lana tejido, seguramente, con sus propias manos o con las de alguna de sus antepasadas. Tenía los canosos cabellos recogidos mediante un complejo moño. No alcanzaba a ver su calzado por culpa de la longitud de su ropaje, y sin embargo estaba casi segura de que eran unas simples alpargatas feas de piel de animal y suela de esparto, pero muy cómodas para la edad que debía de tener, la cual, por la cantidad de arrugas, debía ser de las más elevadas del pueblo.
La sinceridad de su sonrisa me hacía pensar que estaba a salvo, y a su vez me hacía compadecerla. Tan añeja y tan sola, sin nadie a su vera para protegerla... Me daba lástima, pero sobre todo rabia por no poder comunicarle mi compasión.
Me observaba sin pestañear y sin gesticular, sin pronunciar palabra; tan sólo lanzaba su severa pero amable mirada sobre la mía, tan desolada y pueril. Me intimidaba con el simple hecho de que no dijera absolutamente nada, como si esperara que yo empezara una distinguida conversación, expectante a mis labios, deseando a que empezasen a balbucear frases con un mínimo de significado.
- ¿Me permite el paso?- Sentenció, al fin, retóricamente, rompiendo el angustioso silencio que envolvía la minúscula y cerrada galería.
- Po-por supuesto. ¡Se encuentra usted en su hogar!- Tartamudeé tras un minuto de silencio e incomprensión sin llegar a encajar del todo cómo era capaz aquella mujer de hablar a una completa desconocida como si nada, como si fuese normal cruzársela por casa.
- Gracias- dijo amablemente-. ¿Se echa a un lado?
No había caído siquiera en la cuenta de que no había articulado un solo músculo para dejar de obstaculizar el movimiento de la mujer, seguía obstruyendo su paso y no ponía remedio alguno. Tenía que reaccionar sí o sí si no quería causar mala impresión a la dueña de la que podía ser mi próxima vivienda. Regresé de mis pensamientos, puse los pies en la tierra y me aparté a un lado. La anciana entró en la despensa y recogió el tarro del suelo, lo limpió con el trapo que guardaba en el bolsillo diestro de su delantal y lo colocó sobre el estante que contenía botes vacíos y listos para rellenar. Me vino el olor a limpio que envolvía la pequeña cabaña de dos pisos. Sin duda, la mujer se encontraba en plena fase de limpieza.
Volví a sonreír de forma inconsciente, presentía una buena estancia con aquella encantadora dama.

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