Silencio de nuevo. Un mutismo agitado. Un
sosiego demasiado largo. Una tranquilidad un tanto inquieta. Una paz triste y
melancólica.
- Qui
ne risque rien, n’a rien- dijo de pronto y sin alzar la vista del suelo al
que miraba desde que acalló mi discurso-. Et
j'ai besoin d'avoir quelque chose.
En ese instante volvió a mirarme fijamente.
Se cruzaron nuestros ojos, nuestras miradas. Los suyos castaños con los míos
pardos. Quizá fuera cierto lo que decía, quizá necesitara alguna cosa, algo que
la hiciera feliz. Y quizá yo también lo necesitara, quizá la necesitara a ella.
- Ven- fue la primera vez que nos tuteamos;
se arrastró por mi cuerpo una sensación extraña, como un escalofrío-, te
mostraré algo.
Erguida, tendió su mano hacia la mía y yo
se la cogí. Me ayudó a aupar mi cuerpo y fuimos juntas hacia las escaleras que
había en el fondo de la habitación, dejando atrás los dulces que aún no había
tenido el placer de degustar a causa del inesperado percance con el té. Subimos
poco a poco los raídos peldaños, con miedo, al menos yo, de que se rompieran;
salimos de la estancia al piso superior.
Se trataba, seguramente, del dormitorio de
la mujer. Era una habitación un tanto desolada, sin mucho abalorio y demasiado
espacio libre. Una cama, un armario y una mesita de madera. Roble, chopo, pino,
encina... no lo sabría decir con certeza, mas era una madera buena y resistente.
La cama se apoyaba en el fondo de la habitación mirándola desde nuestra posición,
y la mesita yacía a su lado derecho, también desde nuestra situación. El
armario, en cambio, se ubicaba más cerca de las escaleras, en la pared de la
derecha de la habitación, casi enfrente de la puerta de entrada y salida al
dormitorio y al lado de la ventana que daba, como la mayoría de las ventanas de
la casa de la mujer, al casi desértico bosque.
- ¡Adelante! ¡No te quedes ahí parada,
chiquilla!- ¿”chiquilla”?-. ¡Pasa!
Me dio un pequeño empujón con su mano
diestra sobre mi espalda y me obligó amablemente a pasar. Olía de forma
realmente exquisita, la verdad... Nunca olvidaré ese olor. Era una mezcla de
pino, proveniente del bosque, y flores; unas flores que no sabría distinguir
por mi escaso entendimiento de éstas. Además, era una habitación cálida y llena
de amor.
Di unos pasos hacia delante y me fijé en el
retrato que había colgado sobre el lecho de la anciana. Se trataba de una familia
verdaderamente feliz, todos con una amplia sonrisa. La pareja, con ojos de
enamorados y sonrisa dulce, se hallaba a los lados del lienzo, abrazando ambos
a la pequeña muchacha que se encontraba, con sonrisa juguetona, en el centro
del cuadro. Una familia feliz, sí, verdaderamente feliz.
- Veo que te has fijado en mi más preciado
tesoro- di un pequeño respingo; de tanto mirar el cuadro había dejado de pensar
en mi alrededor y había estado a punto de creer que me encontraba sola-. Mi más
preciado tesoro...
Un
tesoro enmarcado en la madera que parece ser estaba de moda en aquellos
tiempos, un bien preciado capaz de sacar una melancólica sonrisa a una mujer a
la que le saltaban las lágrimas cada noche, antes de dormir, cuando lo observaba.
- ¿Puedo preguntar de quiénes se tratan...?-
dije tímidamente en un tono dubitativo un tanto infantil; quizá siguiera siendo
una “chiquilla”.
- Claro que puedes, ¿cómo no? Ja, ja, ja.- Esa
era la risotada que me hacía ver que no ocurría nada, la que me aliviaba en mi pueril
pusilanimidad-. Habrás deducido tú solita que la mujer sonriente, la que está a
la derecha, soy yo.
- Sí, se le parece bastante...
- Por favor, tutéame.
- Oh, perdone... ¡Perdón! Ambas tenéis las
mismas facciones- la mujer tenía razón, se parecían; tenían los mismos ojos y
los mismos labios... ¡y la misma cara! ¿De verdad no me había dado cuenta aún?-,
y la misma sonrisa.
- Sí... sólo que ahí era bastante más joven,
claro está.
Un triste suspiro de devoción por el pasado
recorrió la estancia y nos envolvió cálida a la vez que fríamente.
- El hombre de pelo castaño y barba y cejas
pobladas que me acompaña, como habrás podido deducir también, se trata de mi
marido.
Aquel era su rostro. El color de los ojos no
se apreciaba con claridad, mas se le veían sinceros. Vestía como un verdadero
campesino lleno de fino polvo. Tal vez fuera labrador o de algún oficio
semejante.
- Y la pequeña señorita... vuestra hija.
- Así es... El vestido que lleva puesto se
lo hice yo misma, con mis propias manos, con la lana del pueblo. Un traje hecho
a medida para mi princesa de piel y rizos dorados, el angelito de ojos verdes
de la familia, mi debilidad y la de mi esposo- se derrumbaba poco a poco ante mí
y yo no podía hacer nada por evitarlo-. Pero las desgracias ocurren, sin saber
por qué, y todo se oscurece de pronto y sin aparente motivo.
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