sábado, 16 de junio de 2012

IV


Repartió ágilmente el té en dos tazas blancas y relucientes. Me entregó una de las tazas y la otra se la quedó ella. El humo ascendía sin parar y la cerámica quemaba un poco. Me era tan difícil no ponerme nerviosa ante la sonrisa de sus ojos... Estaba feliz. Por fin tenía compañía, había alguien en su vida. Me exhortó con cálida palabrería a probar la infusión mientras elle-même, como decía, daba un pequeño sorbo al té. Un sorbo corto, apenas ruidoso, lo suficientemente grande como para catar el sabroso líquido y percatarse de cómo estaba.
Recuerdo que la última vez que me tomé una infusión, con unos diez años de edad, comencé a toser y me puse más mala de lo que estaba, empecé a sudar más de la cuenta y aumentaron los picores de mi cuerpo. ¿Sería alergia? Fuera lo que fuese, fue peor el remedio que la enfermedad. Recuerdo que hacía mucho frío en aquella casita del norte, sobre todo en invierno; pero era feliz con mi familia y amigos, no necesitaba nada más, siquiera las excesivas comodidades que obtuvo la señorita en la que me convertí años más tarde.
Tranquila, serena, respirando con profundidad, me dispuse tímida y temblorosamente a hacer lo mismo que la expectante mujer. Inspiré de nuevo y, al espirar, acerqué decidida, fuerte e incluso bruscamente la taza a mis carnosos labios color carmín e inicié el sorbo que dictaminaría si esa vez tendría alergia o simplemente fue cosa de la edad, la época y el físico que poseía. Sin embargo, la anciana, que miraba cada vez más azorada, me frenó los pies.
- ¡Espere!- lanzó tal grito que me hizo tirar el recipiente al suelo; una lástima, teniendo en cuenta que, como todo, parecía estar hecho a mano-. Oh... No quería... No pretendía ser tan grosera ni asustarla... Verá... Quema demasiado para un paladar delicado como parece serlo el suyo- ahora parecía estar ella cohibida.
- No... Tranquila...
- No, de verdad... Lo siento mucho- regresó la sonrisa ancha a su dulce boca remojada en té-. No conocía esta fuerza mía. Ja, ja, ja. Voy a limpiarlo.
Salió de la habitación y entró en otra. Quizá fue a la que yo aún no conocía, o tal vez hubiera también utensilios de limpieza en el cuartito usado como despensa. Yo me quedé sentada en el anaranjado sofá pensando en lo que había pasado. ¿Tanto ardía el té? Ya había visto su expresión al absorber la infusión. Había pasado de una feliz imagen en su rostro a una de picor, una imagen agria; pero seguidamente había vuelto a la primera, a su rostro particular, aquél tal extrañamente alegre admirando a una completa desconocida.
Volvió a entrar la mujer con un trapo mojado y otro seco. Se agacho, guardando el seco en su bolsillo, y limpió el bañado suelo hasta que éste recupero su aspecto inicial. Después, con el otro trapo, lo secó con ímpetu hasta dejarlo totalmente enjugado. Entretanto, yo me decía a mí misma que ese día no habría forma de probar el té de nuevo. La anciana se alzó con un poco de dificultad a causa de la edad y, sin decir palabra, cogió el té y se lo llevó a la cocina.
- Ja, ja- se carcajeó al entrar otra vez por la puerta-. Lo siento de veras. Fue más bien un acto reflejo. No parece estar usted habituada a ingerir bebidas ardiendo... ni tampoco demasiado frías, claro está.
- No importa, lo comprendo- dije amablemente-. Y tiene usted razón.
Hubo un corto silencio en el que ambas nos miramos a los ojos como creo que ya habíamos hecho antes y nos abríamos con sinceridad sin decir palabra alguna ni comprender. Era todo muy extraño y yo deseaba preguntárselo.
- Por cierto...
- Ouai?- interpeló de forma rápida antes de que yo continuara.
- Hmm...- dudé un instante, no sabía cómo cuestionárselo exactamente, cómo hacer para no parecer brusca y para que me entendiera a la primera; cosa que pareció imposible-. ¿Por qué?- solté sin pensar fijando la vista en sus ojos castaños.
- ¿Cómo que por qué? –reaccionó dudosa la anciana y sin comprender a qué me refería yo con esa pregunta tan escueta y extraña en esos momentos.
- ¿Por qué...?- estaba hecha un lío, un lío incapaz de deshacerse-. ¿Por qué se toma tantas molestias conmigo? Sólo soy una desconocida para usted.
- En eso tiene usted razón...
- Entonces, ¿por qué me ha dejado pasar a su hogar? ¿Por qué ha decidido fiarse de mí? ¿Por qué no me intenta ahuyentar con la mirada como han hecho todos sus vecinos? ¡Sólo soy una pobre forastera que viene quién sabe de dónde y quién sabe para qué!- alcé mi cuerpo para posarme enfrente de la sonriente y fascinada anciana que se encontraba, ahora y después de limpiar bien el suelo de madera, sentada en el sillón que ya había deducido nada más entrar en el salón que sería suyo-. ¡No lo entiendo!- asomaba paulatinamente mi temido sobresalto-. ¡Es algo incomprensible...!- dejé caer mi delgado cuerpo en el canapé-. Me es imposible comprenderla. Lo siento.

sábado, 9 de junio de 2012

III


El suelo se hallaba impecable, al igual que las paredes. Tal vez ya había terminado la agotadora faena de asear su hogar, pero opté por ofrecerle mi ayuda de forma amable y cortés, para ganarme la agradecida confianza de la anciana.
- ¿Necesita usted ayuda?
- Oh, no, no es menester- respondió sin disimular una ingente carcajada que surgió de su pequeña boca-. Es mi invitada y no voy a ponerla a trabajar nada más llegar. Ya veremos mañana qué hago con usted.
Su pícara sonrisa y la complicidad de su mirada, así como aquel guiño que me lanzó sin pensárselo dos veces, desbarajustaron mi mente aún más de lo que estaba. ¿Su invitada? Quizá, en parte, sí lo fuera; mas aquella mujer no me había llamado previamente para proporcionarme una cama medianamente cómoda y algún tipo de nutriente más o menos comestible, sino que yo había decidido acercarme a su humilde morada y había entrado. “Ya veremos mañana...”. Siquiera entendía aquellas sutiles palabras. Y tampoco entendía cómo era capaz de tratarme como si nos conociéramos de toda una vida.
- ¿Le apetece tomar algo?- ofreció con una amplia sonrisa a la vez que cerraba la puerta de la despensa-. Tengo té, zumo de naranjas preparado par moi-même, un poco de agua- la anciana sonrisa de sus vetustos labios se tornó un tanto sugerente-, vino tinto, tal vez...
- Oh, no...
- Ô oui!- dijo de forma insistente cual niño que pide a sus mayores un poco de atención en sus juegos-. Y también tengo pastas, ¡y fruta!- cada vez se la veía más animada, bulliciosa-. Y por supuesto tengo chocolate... ¡Todo el mundo adora el chocolate! Moi, par exemple, j’aime le chocolat.
- Oh, no, yo no...
- Parfait- me di cuenta entonces de aquel pequeño detalle: utilizaba un acento francés bastante difícil ya de quitar y pronunciaba diferentes vocablos en dicho idioma-, traeré una poco de chocolate. Oh, pero por favor, entre en la sala de estar. Venga. Es esta puerta de aquí- señaló la que había a la derecha del pasillo-. Póngase cómoda y no se quede de pie mientras yo voy a por algo de comer. ¡Debe estar usted hambrienta!
- De verdad, yo no... No quiero nada- dije de la forma más cordial que me permitió mi paciencia-. No me apetece tomar nada; sólo quiero descansar, echarme un rato, reposar mi fatigado cuerpo sobre un diván más o menos cómodo...
- S’il vous plaît, la faim est mauvaise conseillère. Seguramente lleva usted andando muchas horas, ¡es imposible que no tenga hambre! Quiere descansar, eso lo entiendo; pero descansará mejor con el estómago lleno.
Me sonrió y miró con firmeza pero de manera benevolente. Era una mujer difícil de convencer, así que desistí y decidí entrar en el salón para esperar el suculento banquete con el que pretendía obsequiarme quién sabe por qué.
La sala era bastante simple. Había un canapé anaranjado bastante cómodo y acogedor pegado a la pared de la derecha. Junto a éste había un sillón del mismo color que parecía más desgastado; seguramente la dueña de la casa lo utilizaba de manera habitual para sosegar su ajado cuerpo. Gobernaba en medio del salón una mesa cuadrada fabricada con la madera del mismo pino con el que había ido tropezando en mi viaje por el bosque y con un mantel blanco de puntilla hecho a mano hace ya siglos. Y en la pared izquierda, viéndose en línea recta desde el sofá, se situaban las escaleras de delicada y achacosa madera que conducían directamente y sin giros innecesarios a la parte de arriba, a los dormitorios que aún no había tenido el placer de conocer. Las paredes seguían siendo rugosas y continuaban estando desnudas, daban ganas de pintarlas y crear vida, una vida que quizá, tiempo atrás, hubo.
Entró aquella peculiar mujer, sonriente como antes y con una bandeja de arcilla llena de toda clase de dulces y un poco de té. Mi dieta hacía tiempo que se había vuelto un tanto estricta, demasiado, diría yo; por necesidad al principio y despaciosamente por placer. Una señorita debe saber cuidarse; cuidar su físico y su alma. Por ello decían que comía poco, pero yo me alimentaba y conservaba mi figura a la par que aplacaba mi escasa hambruna. En aquel momento no sabía cómo me las iba a apañar para esquivar aquel delicioso manjar de tan buen olor aunque demasiado penetrante; ya se me ocurriría algo que no decepcionase a mi nueva y sabia compañera de piso. Por suerte, parecía ser bastante abierta de mente y no parecía estar por la labor de juzgarme como hacían los demás.
- Une tasse?
Un incómodo silencio, al menos para mí, reinó en la habitación. Un silencio roto tan sólo por el viento que golpeaba la ventana que había enfrente de la puerta. Una ventana desde la que se apreciaba la infinitud del bosque de altos pinos sin advertirse su final. La anciana ampliaba más y más el divertido gesto de su rostro mientras esperaba paciente una respuesta.
- Naturellement- arbitré que era el momento de demostrar todo lo que había aprendido en las clases de francés con las que me había deleitado en mi anterior hogar.
- No esperaba menos de usted.
Nos sonreímos con complicidad y en ese momento entendí que no tenía nada que temer, que podía confiar en aquella completa desconocida.

sábado, 2 de junio de 2012

II


Emergió un profundo suspiro de mi interior, fijé la vista sobre el gredoso suelo por el que había caminado y desistí. Era inútil volver a llamar, nadie iba a contestar, el lugar parecía totalmente desolado. Mi esfuerzo fue en vano, pero al menos lo había intentado.
Ya estaba a punto de marchar colina abajo cuando escuché un ruido de dentro de la casa. Fue un seco y conciso fragor, como el sonido de un objeto al golpearse contra alguna especie de superficie sólida. Parecía que hubieran dejado algo caer.
Definitivamente, sí, había alguien en casa.
Supongo que puse un gesto extrañado y jubiloso a la vez, ya que había llegado a perder toda esperanza y creía que no habría nadie en la casa. No obstante, si no me habían contestado hasta ahora, quizá fuera mejor que diera media vuelta y partiera. No era mi intención molestar. Me dispuse de nuevo a bajar la pendiente, pero volví a escuchar un débil sonido proveniente del interior y frené. Esta vez no era el mismo lacónico estruendo que había percibido antes, sino más bien una ajada voz pronunciando una breve oración que no logré entender.
Me hallaba confusa delante de la puerta entreabierta, sin saber cómo actuar. ¿Debía entrar o era mejor esperar? Mi cabeza daba vueltas y mis pensamientos no cesaban su aleteo. Finalmente me digné dar el primer paso y entré por mi cuenta. Antes, eso sí, respiré hondo y recé, inconscientemente, para que aquella silenciosa oración que no había alcanzado a escuchar hubiese sido una invitación.
Crujió la vetusta madera a mis pies y palpé la rugosidad de las blancas y despejadas paredes. El reducido y estrecho pasadizo me condujo directamente hasta el fondo, pasando por delante de dos puertas cerradas a cal y canto, una a cada lado. Llegando al final del pasillo, empujé la entornada puerta de madera y me asomé a la pequeña pieza que coronaba el corredor. Había en el suelo un recipiente abierto y, por suerte, vacío. Las paredes estaban llenas de estantes hechos a mano que sostenían diversos alimentos de diferentes aromas, texturas y, posiblemente, sabores; no tenía intención de paladear nutriente alguno, pero he de admitir que más de uno tenía bastante buena pinta.
Con una dulce y distraída sonrisa sobre mis labios, fui a girarme para buscar al dueño de la morada y acabé sobresaltándome melodramáticamente al toparme con éste o, más bien, con ésta. Me encontré con una anciana y solitaria mujer que me miraba fija y alegremente a los ojos. Era de estatura baja y muy delgada, tanto que incluso llegaban a marcársele los huesos de esos hombros caídos a través de la prenda que cubría su delicado cuerpo. Vestía un sencillo vestido grisáceo de lana tejido, seguramente, con sus propias manos o con las de alguna de sus antepasadas. Tenía los canosos cabellos recogidos mediante un complejo moño. No alcanzaba a ver su calzado por culpa de la longitud de su ropaje, y sin embargo estaba casi segura de que eran unas simples alpargatas feas de piel de animal y suela de esparto, pero muy cómodas para la edad que debía de tener, la cual, por la cantidad de arrugas, debía ser de las más elevadas del pueblo.
La sinceridad de su sonrisa me hacía pensar que estaba a salvo, y a su vez me hacía compadecerla. Tan añeja y tan sola, sin nadie a su vera para protegerla... Me daba lástima, pero sobre todo rabia por no poder comunicarle mi compasión.
Me observaba sin pestañear y sin gesticular, sin pronunciar palabra; tan sólo lanzaba su severa pero amable mirada sobre la mía, tan desolada y pueril. Me intimidaba con el simple hecho de que no dijera absolutamente nada, como si esperara que yo empezara una distinguida conversación, expectante a mis labios, deseando a que empezasen a balbucear frases con un mínimo de significado.
- ¿Me permite el paso?- Sentenció, al fin, retóricamente, rompiendo el angustioso silencio que envolvía la minúscula y cerrada galería.
- Po-por supuesto. ¡Se encuentra usted en su hogar!- Tartamudeé tras un minuto de silencio e incomprensión sin llegar a encajar del todo cómo era capaz aquella mujer de hablar a una completa desconocida como si nada, como si fuese normal cruzársela por casa.
- Gracias- dijo amablemente-. ¿Se echa a un lado?
No había caído siquiera en la cuenta de que no había articulado un solo músculo para dejar de obstaculizar el movimiento de la mujer, seguía obstruyendo su paso y no ponía remedio alguno. Tenía que reaccionar sí o sí si no quería causar mala impresión a la dueña de la que podía ser mi próxima vivienda. Regresé de mis pensamientos, puse los pies en la tierra y me aparté a un lado. La anciana entró en la despensa y recogió el tarro del suelo, lo limpió con el trapo que guardaba en el bolsillo diestro de su delantal y lo colocó sobre el estante que contenía botes vacíos y listos para rellenar. Me vino el olor a limpio que envolvía la pequeña cabaña de dos pisos. Sin duda, la mujer se encontraba en plena fase de limpieza.
Volví a sonreír de forma inconsciente, presentía una buena estancia con aquella encantadora dama.