Repartió ágilmente el té en dos tazas blancas
y relucientes. Me entregó una de las tazas y la otra se la quedó ella. El humo
ascendía sin parar y la cerámica quemaba un poco. Me era tan difícil no ponerme
nerviosa ante la sonrisa de sus ojos... Estaba feliz. Por fin tenía compañía,
había alguien en su vida. Me exhortó con cálida palabrería a probar la infusión
mientras elle-même, como decía, daba
un pequeño sorbo al té. Un sorbo corto, apenas ruidoso, lo suficientemente
grande como para catar el sabroso líquido y percatarse de cómo estaba.
Recuerdo que la última vez que me tomé una
infusión, con unos diez años de edad, comencé a toser y me puse más mala de lo
que estaba, empecé a sudar más de la cuenta y aumentaron los picores de mi
cuerpo. ¿Sería alergia? Fuera lo que fuese, fue peor el remedio que la
enfermedad. Recuerdo que hacía mucho frío en aquella casita del norte, sobre
todo en invierno; pero era feliz con mi familia y amigos, no necesitaba nada
más, siquiera las excesivas comodidades que obtuvo la señorita en la que me
convertí años más tarde.
Tranquila, serena, respirando con
profundidad, me dispuse tímida y temblorosamente a hacer lo mismo que la
expectante mujer. Inspiré de nuevo y, al espirar, acerqué decidida, fuerte e
incluso bruscamente la taza a mis carnosos labios color carmín e inicié el
sorbo que dictaminaría si esa vez tendría alergia o simplemente fue cosa de la
edad, la época y el físico que poseía. Sin embargo, la anciana, que miraba cada
vez más azorada, me frenó los pies.
- ¡Espere!- lanzó tal grito que me hizo
tirar el recipiente al suelo; una lástima, teniendo en cuenta que, como todo,
parecía estar hecho a mano-. Oh... No quería... No pretendía ser tan grosera ni
asustarla... Verá... Quema demasiado para un paladar delicado como parece serlo
el suyo- ahora parecía estar ella cohibida.
- No... Tranquila...
- No, de verdad... Lo siento mucho- regresó
la sonrisa ancha a su dulce boca remojada en té-. No conocía esta fuerza mía. Ja,
ja, ja. Voy a limpiarlo.
Salió de la habitación y entró en otra.
Quizá fue a la que yo aún no conocía, o tal vez hubiera también utensilios de
limpieza en el cuartito usado como despensa. Yo me quedé sentada en el
anaranjado sofá pensando en lo que había pasado. ¿Tanto ardía el té? Ya había
visto su expresión al absorber la infusión. Había pasado de una feliz imagen en
su rostro a una de picor, una imagen agria; pero seguidamente había vuelto a la
primera, a su rostro particular, aquél tal extrañamente alegre admirando a una
completa desconocida.
Volvió a entrar la mujer con un trapo
mojado y otro seco. Se agacho, guardando el seco en su bolsillo, y limpió el
bañado suelo hasta que éste recupero su aspecto inicial. Después, con el otro
trapo, lo secó con ímpetu hasta dejarlo totalmente enjugado. Entretanto, yo me
decía a mí misma que ese día no habría forma de probar el té de nuevo. La anciana
se alzó con un poco de dificultad a causa de la edad y, sin decir palabra, cogió el té y se lo llevó a la cocina.
- Ja, ja- se carcajeó al entrar otra vez
por la puerta-. Lo siento de veras. Fue más bien un acto reflejo. No parece
estar usted habituada a ingerir bebidas ardiendo... ni tampoco demasiado frías,
claro está.
- No importa, lo comprendo- dije
amablemente-. Y tiene usted razón.
Hubo un corto silencio en el que ambas nos
miramos a los ojos como creo que ya habíamos hecho antes y nos abríamos con
sinceridad sin decir palabra alguna ni comprender. Era todo muy extraño y yo
deseaba preguntárselo.
- Por cierto...
- Ouai?-
interpeló de forma rápida antes de que yo continuara.
- Hmm...- dudé un instante, no sabía cómo
cuestionárselo exactamente, cómo hacer para no parecer brusca y para que me entendiera
a la primera; cosa que pareció imposible-. ¿Por qué?- solté sin pensar fijando la vista en sus ojos castaños.
- ¿Cómo que por qué? –reaccionó dudosa la
anciana y sin comprender a qué me refería yo con esa pregunta tan escueta y
extraña en esos momentos.
- ¿Por qué...?- estaba hecha un lío, un lío
incapaz de deshacerse-. ¿Por qué se toma tantas molestias conmigo? Sólo soy una
desconocida para usted.
- En eso tiene usted razón...
- Entonces, ¿por qué me ha dejado pasar a
su hogar? ¿Por qué ha decidido fiarse de mí? ¿Por qué no me intenta ahuyentar
con la mirada como han hecho todos sus vecinos? ¡Sólo soy una pobre forastera
que viene quién sabe de dónde y quién sabe para qué!- alcé mi cuerpo para
posarme enfrente de la sonriente y fascinada anciana que se encontraba, ahora y
después de limpiar bien el suelo de madera, sentada en el sillón que ya había
deducido nada más entrar en el salón que sería suyo-. ¡No lo entiendo!- asomaba
paulatinamente mi temido sobresalto-. ¡Es algo incomprensible...!- dejé caer mi
delgado cuerpo en el canapé-. Me es imposible comprenderla. Lo siento.