Corría el año 1503. Yo era nueva en la
ciudad, acababa de marchar, como hicieron todos, de mi antigua villa y no sabía
dónde alojarme.
Llegué andando a través de un camino
perfumado por una dulzona y refrescante fragancia hasta un lugar un tanto
extraño en el que se respiraba un ambiente muy peculiar. Oteaba desde la
lejanía un conjunto de elegantes moradas que rellenaban con delicadeza el
tímido paisaje. Mas, al acercarme paulatinamente, observé que no era la ciudad
que yo pensaba que sería, sino más bien un paisaje donde las casas pequeñas
abundaban y se reunían todas juntas abrazando la plaza central. Se trataba de un
acogedor hogar donde todos los vecinos se conocían y defendían mutuamente, como
una gran familia.
Adelanté mi paso con precaución y me fijé
en sus ojos. Todos, sin excepción, me miraban como una intrusa que pretendía
apoderarse del poder del pueblo, como si fuese yo una especie de ser maligno
que se alimentaba de tristes y solitarias almas.
Había, como bien pude apreciar momentos
antes, una esférica plaza donde se reunían todos los pueblerinos en los días
festivos. Ésta poseía una pequeña pero compleja fuente en el centro en la que
parecía haber una estatua de algún ser mitológico, tal vez un antiguo dios de
la época clásica, que sujetaba con su mano diestra un tridente ya oxidado.
Alrededor de dicha fontana había unos bancos de piedra no muy cómodos por su ajado aspecto pero capaces de
aliviar la fatiga un día cualquiera en el que el sol hubiera decidido trabajar
con fuerza. Había una iglesia románica construida en piedra unos pocos siglos
atrás. En ésta se apreciaba el arco de medio punto de la entrada principal y la
cubierta abovedada que envolvía toda la parte superior. Nunca supe cómo era por
dentro porque nunca se me pasó por la cabeza entrar, nunca he tenido excesivo
interés en los temas religiosos, pero seguramente estuviera repleta de arcos de
medio punto, como el del pórtico, y hubiera alguna que otra columna de orden
corintio. Un pequeño ayuntamiento un poco más actualizado se hallaba al lado
del lugar de oración. Casas de paredes en un principio blancas pero grisáceas
por el paso del tiempo, calles enarenadas y llenas de polvo y un pequeño arroyo
completaban la visión del pueblo; precioso de no ser porque odio tener que
ensuciarme a causa de la polvareda y, además, me da miedo el agua.
Proseguí mi sosegado camino reparando en
las puertas de madera que se cerraban a mi alrededor y sintiendo la
desconfianza de sus miradas posadas sobre mi cabeza. Murmuraban entre ellos
quién podía ser, pero no se atrevían a preguntar.
La aprensión,
sin lugar a dudas, reinaba en aquella época.
Entonces me percaté de que había también
una pequeña casa en lo alto de una colina; justo en la colina de enfrente de la
que yo acababa de bajar. Ésta, la pequeña casa, a pesar de estar apartada,
pertenecía al sobrecogedor conjunto habitado de escamados pueblerinos y seguía
a la perfección el canon pactado de los hogares de la villa.
Como no parecía que fueran a ofrecerme cama
alguna por aquella zona, decidí subir la pequeña cuesta y probar suerte. Tal
vez en aquella casa quisieran ayudarme en lugar de intentar ajusticiarme con
maléficas e infames miradas.
Profundamente agotada, terminé de ascender
y me paré a descansar unos agradables segundos para recuperar el aliento.
Parecía mentira que pudiera llegar a postrarme, pero llevaba horas y horas
deambulando sin cesar, demasiadas horas...
Recuperado el soplo vital, me aproximé a la
puerta y llamé. Un total de siete pacientes veces hice sonar la madera, pero no
obtuve respuesta en ninguna ocasión. Por respeto, no pretendía abrir la puerta
sin serme otorgado el permiso necesario; pero a la octava ocasión en la que me
disponía a tocar, la puerta pareció entreabrirse. Me quede perpleja unos
instantes y finalmente fui capaz de moverme en mi parálisis. No estaba segura
de si entrar o esperar a que alguien de dentro contestara y me invitara, como
debía ocurrir para no sentirme yo misma una pérfida intrusa, a cruzar el
umbral.
La casa no era muy grande, pero poseía dos
pisos. En ese momento pensé que seguramente el de arriba contenía los
dormitorios y el de abajo el salón y la cocina. Efectivamente, acerté; pero eso
aún no lo sabía.
De momento sólo sabía, o creía saber, que,
en el caso de haber alguien, éste no era muy hablador. Quizá el dueño fuera mudo;
o sordo, y no me hubiera escuchado en ningún momento anterior.
Pero, ¿en qué demonios pensaba? Siquiera
nadie era capaz de asegurarme que viviera alguien allí. Tal vez la casa estuviera inhabitada y yo estuviera haciendo
el tonto. Llamé una última vez a la puerta para asegurarme de si había alguien
o no. Me atreví incluso a lanzar un humilde “hola” al aire entonándolo cual
pregunta mientras meditaba seriamente si dar el primer paso o no, mientras mis
pies se balanceaban adelante y atrás cual columpio.
No
contestó nadie.