sábado, 26 de mayo de 2012

I


Corría el año 1503. Yo era nueva en la ciudad, acababa de marchar, como hicieron todos, de mi antigua villa y no sabía dónde alojarme.
Llegué andando a través de un camino perfumado por una dulzona y refrescante fragancia hasta un lugar un tanto extraño en el que se respiraba un ambiente muy peculiar. Oteaba desde la lejanía un conjunto de elegantes moradas que rellenaban con delicadeza el tímido paisaje. Mas, al acercarme paulatinamente, observé que no era la ciudad que yo pensaba que sería, sino más bien un paisaje donde las casas pequeñas abundaban y se reunían todas juntas abrazando la plaza central. Se trataba de un acogedor hogar donde todos los vecinos se conocían y defendían mutuamente, como una gran familia.
Adelanté mi paso con precaución y me fijé en sus ojos. Todos, sin excepción, me miraban como una intrusa que pretendía apoderarse del poder del pueblo, como si fuese yo una especie de ser maligno que se alimentaba de tristes y solitarias almas.
Había, como bien pude apreciar momentos antes, una esférica plaza donde se reunían todos los pueblerinos en los días festivos. Ésta poseía una pequeña pero compleja fuente en el centro en la que parecía haber una estatua de algún ser mitológico, tal vez un antiguo dios de la época clásica, que sujetaba con su mano diestra un tridente ya oxidado. Alrededor de dicha fontana había unos bancos de piedra no muy cómodos por su ajado aspecto pero capaces de aliviar la fatiga un día cualquiera en el que el sol hubiera decidido trabajar con fuerza. Había una iglesia románica construida en piedra unos pocos siglos atrás. En ésta se apreciaba el arco de medio punto de la entrada principal y la cubierta abovedada que envolvía toda la parte superior. Nunca supe cómo era por dentro porque nunca se me pasó por la cabeza entrar, nunca he tenido excesivo interés en los temas religiosos, pero seguramente estuviera repleta de arcos de medio punto, como el del pórtico, y hubiera alguna que otra columna de orden corintio. Un pequeño ayuntamiento un poco más actualizado se hallaba al lado del lugar de oración. Casas de paredes en un principio blancas pero grisáceas por el paso del tiempo, calles enarenadas y llenas de polvo y un pequeño arroyo completaban la visión del pueblo; precioso de no ser porque odio tener que ensuciarme a causa de la polvareda y, además, me da miedo el agua.
Proseguí mi sosegado camino reparando en las puertas de madera que se cerraban a mi alrededor y sintiendo la desconfianza de sus miradas posadas sobre mi cabeza. Murmuraban entre ellos quién podía ser, pero no se atrevían a preguntar.
La aprensión, sin lugar a dudas, reinaba en aquella época.
Entonces me percaté de que había también una pequeña casa en lo alto de una colina; justo en la colina de enfrente de la que yo acababa de bajar. Ésta, la pequeña casa, a pesar de estar apartada, pertenecía al sobrecogedor conjunto habitado de escamados pueblerinos y seguía a la perfección el canon pactado de los hogares de la villa.
Como no parecía que fueran a ofrecerme cama alguna por aquella zona, decidí subir la pequeña cuesta y probar suerte. Tal vez en aquella casa quisieran ayudarme en lugar de intentar ajusticiarme con maléficas e infames miradas.
Profundamente agotada, terminé de ascender y me paré a descansar unos agradables segundos para recuperar el aliento. Parecía mentira que pudiera llegar a postrarme, pero llevaba horas y horas deambulando sin cesar, demasiadas horas...
Recuperado el soplo vital, me aproximé a la puerta y llamé. Un total de siete pacientes veces hice sonar la madera, pero no obtuve respuesta en ninguna ocasión. Por respeto, no pretendía abrir la puerta sin serme otorgado el permiso necesario; pero a la octava ocasión en la que me disponía a tocar, la puerta pareció entreabrirse. Me quede perpleja unos instantes y finalmente fui capaz de moverme en mi parálisis. No estaba segura de si entrar o esperar a que alguien de dentro contestara y me invitara, como debía ocurrir para no sentirme yo misma una pérfida intrusa, a cruzar el umbral.
La casa no era muy grande, pero poseía dos pisos. En ese momento pensé que seguramente el de arriba contenía los dormitorios y el de abajo el salón y la cocina. Efectivamente, acerté; pero eso aún no lo sabía.
De momento sólo sabía, o creía saber, que, en el caso de haber alguien, éste no era muy hablador. Quizá el dueño fuera mudo; o sordo, y no me hubiera escuchado en ningún momento anterior.
Pero, ¿en qué demonios pensaba? Siquiera nadie era capaz de asegurarme que viviera alguien allí. Tal vez la casa estuviera inhabitada y yo estuviera haciendo el tonto. Llamé una última vez a la puerta para asegurarme de si había alguien o no. Me atreví incluso a lanzar un humilde “hola” al aire entonándolo cual pregunta mientras meditaba seriamente si dar el primer paso o no, mientras mis pies se balanceaban adelante y atrás cual columpio.
No contestó nadie.

sábado, 19 de mayo de 2012

Prólogo.

Han pasado tantos años desde aquella época... y todavía conservo la carta.
Tengo en mis manos aquel escrito que cambió de repente mi vida, mi fija e inflexible forma de pensar. Leo y releo aún en estos tiempos aquella epístola que hizo que yo empezara a vagar por el mundo, sin más compañía que la álgida soledad, con una nueva visión de él y todo lo que lo rodea. Mantengo cálido aquel simple papel que llegó a mis manos hace tantos años y que me dio un motivo por el que reflexionar, un rumbo que seguir, una persona por la que llorar.
Guardo recelosa sobre mi pecho, junto al presente que obtuve en aquel entonces, el correo que encontré una mañana de invierno en mi habitación, nada más despertar de lo que parecía un bonito sueño...